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Mi itinerario de educación formal ha tenido algunos episodios que, con perspectiva, considero reseñables, quizá por estrambóticos. En general, pienso que fui un estudiante razonablemente bueno, responsable y consciente. Salvo un par de épocas en las que no lo fui mucho, y me distraje más de la cuenta. Pero como fue algo transitorio, y finalmente pude obtener una titulación académica de cierta enjundia, creo haber disfrutado de una vida estudiantil equilibrada, al menos a mi manera. ¿Podría haber sacado mejores calificaciones? indudablemente. ¿Admitiría cambiar mi estilo de vida para facilitar un mejor rendimiento académico? Pues, a toro pasado, no. Creo que estuvo bien como estuvo, y mi posterior vida laboral ha sido siempre muy exigente, por lo que los momentos expansivos en mi juventud me proporcionaron un equilibrio social y emocional que valoro mucho.
Preescolar
Tengo recuerdos de la guardería y de preescolar. La guardería estaba justo debajo de la casa de mi abuela. Un día me sacaron una foto en la guardería, y cuando me la dieron, me puse a comer unos macarrones con tomate -los que hacía mi abuela, qué buenos- mirando la foto. Narcisista desde pequeñito, supongo. He aquí la foto, pues. Si, salsa de tomate. Por supuesto.
Educación primaria
En el colegio no me fue mal del todo. Tuve buenos maestros (J.F.C) de los que aún guardo un grato recuerdo, y mi existencia era tan vivaz o anodina como la de cualquier otro niño de mi edad. En quinto de EGB simulamos unas elecciones a representantes de los alumnos y yo me presenté en coalición con un gran amigo mío, M.D.A.Z., «Coalición monstruosa». No me acuerdo bien cuál era el programa electoral que proponíamos, cualquiera sabe. El caso es que ganamos. Quizá debería haberme dedicado a la política, ¿verdad?. Parece que tenía madera.
Un poco más tarde, y con la vieja excusa de que me iba a servir para mis estudios en el instituto, convencí a mis padres para que me regalaran un ordenador de sobremesa. Un Amstrad CPC 6128 con monitor a color. Una pasada, por que leía diskettes de 3″ en lugar de los cassettes que tenían los de mis amigos. El sistema operativo era el CP/M (un SO rival que perdió frente al más usable MS-DOS), y el lenguaje de programación BASIC. Lamentablemente ese ordenador nunca llegó a ser productivo para mi educación, y lo dediqué a enviciarme a los videojuegos. Igual, las notas, todo bien.
Educación secundaria – Formación profesional
La primera decisión semiconsciente para mi rumbo educativo vino provocada por una casualidad. Mi hermano mayor (varios años mayor) se había matriculado en un curso de formación de herramientas de ofimática: wordperfect, lotus 123, etc. Por una oportunidad laboral que le surgió en otra provincia, de pronto se encontró que no podía asistir al curso, y ante la negativa de la academia a darle un reembolso, lo que pidió es que fuese yo en su lugar, para no perder el dinero del todo. Yo tenía 13 años y no sé ni cómo admitieron que un niño como yo asistiese al curso. El caso es que se me dió muy bien. Y como me gustaba estar horas y horas delante del ordenador (aunque en realidad, lo que estaba es jugando a videojuegos) pues pareció apropiado que, en lugar de seguir por el camino de estudiar bachillerato y prepararme para ir a la universidad, acortase tiempos y me dirigiese lo más rápido posible a trabajar con un ordenador delante de mi. Así que decidí estudiar un módulo de Formación Profesional de segundo grado de Informática. Pero claro, para llegar al segundo grado antes tenía que estudiar un módulo de primer grado, y entre las posibilidades que había, parecía la más apropiada estudiar administrativo. Dos años de administrativo, y luego tres años de informática. Ése era el plan. Así que me matriculé en un nuevo centro de Formación Profesional llamado Ramón y Cajal, en lo que sería su primer año en Córdoba. Era tan nuevo el centro, que no tenían plantilla de carné de estudiantes propia, así que reusaron sin pudor la de otro centro de formación profesional, el de La Fuensanta.
Un año perdido, como quien dice. No me encontré nunca en un ambiente que me gustase (había una pléyade de repetidores de otros centros, que habían agotado las convocatorias de BUP, y eran redirigidos a este centro). No me interesaba absolutamente ninguna materia. Ni gestión de oficina, ni contabilidad, ni nada. Lo único realmente útil que me llevé de ese año fue mecanografía, que en el examen había que hacer 350 pulsaciones por minuto, y yo saqué por encima de 400. Definición pura de victoria pírrica.
Redirigido hacia el itinerario BUP/COU/Universidad, me matriculé en el IES López Neyra. El año anterior, mientras cursaba administrativo, no había dado nada de ciencias ni otras materias troncales, pero me adapté sin mayores problemas -que yo recuerde ahora-. Pero el mayor cambio (ganancia) fue, como a todos los adolescentes, a nivel social. Chicos de mi edad, con intereses similares. Por cierto, no me hicieron novatadas, aunque si recuerdo a alguno que metieron en el pilón de agua del lateral, en algún recreo. O el típico al que le pintaban la cara con kanfort. Tampoco nada del otro mundo.
En segundo de BUP me ocurrió algo que me dejó marcado para el resto de mi vida. Al estar enfrascado en una vida más disoluta, empezaba a descuidar un poco los estudios. Como los exámenes no tenían mucha chicha, me acostumbré a memorizar rápido loquequieraquefuese 15 minutos antes y soltarlo como un papagallo -El «libros y apuntes fuera» del profesor para repartir el cuestionario y yo responder «un segundo más, un segundo más» ha sido desde entonces un clásico para mi-. Pero claro, eso no era sostenible y suspendí alguna vez. Así que ocasionalmente, me copiaba. No me copié muchas veces, porque claro, no tenía mucha práctica, y al poco me pilló un profesor. En voz alta, delante del resto de la clase, me preguntó que por qué me estaba copiando, que le resultaba decepcionante, que no se lo esperaba de mí. Yo recuerdo el calor subiendo por mi cara, de vergüenza, y es seguro que me ruboricé como un tomate. No me acuerdo del castigo ni de nada más, sólo de la sensación de vergüenza. Fue un truco psicológico muy efectivo. Esa fue la última vez en mi vida que hice trampa en cualquier tipo de test académico. De verdad. (Otra cosa es que fui a hacer el examen práctico del carnet de conducir conduciendo yo mismo desde mi barrio el coche de mi hermano, pero convendrás conmigo en que el examen práctico de la licencia de conducir no computa como una prueba académica propiamente dicha).
Por esa misma época, el grupo de amigos del barrio donde vivía comenzamos a gestionar la Vocalía Juvenil de la Asociación de Vecinos. A través de la vocalía hacíamos actividades dinamizadoras del barrio (marchas en bicicleta, conciertos de rock, torneos deportivos, intercambios culturales con el extranjero, etc.) y también reivindicativas (manifestaciones reclamando mejoras en el equipamiento del barrio y cosas así). Nuestros padres estaban encantados de vernos comprometidos con el movimiento vecinal y teníamos manga ancha para autogestionarnos. Y era muy divertido, con esa edad, ya implicarte en reuniones, votaciones, levantar actas, y ese tipo de cosas.
Así que, como no podía ser de otra forma, en C.O.U. me involucré en la Asociación Democrática de Estudiantes de Córdoba (ADEC) que se había creado dentro del instituto; era una organización estudiantil de Enseñanzas Medias, cercana al Sindicato de Estudiantes y parte de FAEMA, y que posteriormente constituimos en Federación (FADEC) y comenzamos a interactuar y coordinarnos con otros institutos de la ciudad. Además de las consabidas actividades lúdico-deportivas, ADEC tenía un perfil reivindicativo, políticamente muy progresista, y pronto comenzamos a orbitar alrededor de diversas secciones juveniles de algunos partidos políticos. Nunca nos integramos, ni enganchamos formalmente con ninguno. En ADEC cabían todas las sensibilidades políticas aunque la mayoría fuésemos, en aquellos tiempos, muy progresistas. Muy. Muy. Qué tiempos.
ADEC tenía asignada, como sede de la asociación y la federación, una clase del último piso del edificio del instituto, contigua a las otras clases y sin mucho mobiliario escolar. Allí guardábamos el material de las actividades (cartelería, etc.) y nos reuníamos para operar la asociación.
La realidad es que en los armarios, debajo de los carteles, teníamos botellas de licor, y también fumábamos, aunque estaba prohibido en todo el instituto. Seríamos 15 o 20 jóvenes, bien avenidos, y que nos reuníamos en ADEC para hacer nuestras cosas o incluso para estudiar, si la sala estaba razonablemente vacía y silenciosa. Las llaves sólo las teníamos nosotros y los profesores no tenían permiso para entrar.
Por una serie de circunstancias y/o eventos de los cuales no me acuerdo bien -y quizá ahí está la clave- no superé el curso de COU. Suspendí, sólo con dos asignaturas: Matemáticas y Física. En Matemáticas, la culpa fue mía y sólo mía, porque no me interesaba. En Física, mi profesora era una persona sin motivación docente, que nos entregaba fotocopias de fotocopias de fotocopias de apuntes manuscritos de planos inclinados, y estaba mascando chicle con la boca abierta -todo el rato. M.A.M., aún me acuerdo de tí y de tu ganchillo del pelo que llevabas a media asta en el flequillo. En fin.
Mis padres, con buen criterio, me cortaron de forma inmediata y radical todo sustento económico. Ya no tenía paga para salir, así que tenía que buscarme la vida para tener dinero de bolsillo. Me hice monitor de ping-pong del Ayuntamiento en el Centro Cívico del barrio, un trabajillo que me permitía ganarme unas pesetillas con las que salir. Y cuando ya no me quedaban ahorros y no me alcanzaba, me metí por las tardes a trabajar en un bar-pizzería. Y en verano, fines de semana sueltos de camarero en un bar-restaurante. Inesperadamente, el castigo tuvo un efecto indeseado: me hizo económicamente independiente, y no tenía sujeción en mi casa. Siguiendo sucesivas medidas de presión que mis padres intentaban ejercer sobre mi, aprendí a cocinar, a limpiar, a lavar y a planchar. Vivía como en una pensión. Me convertí en ingobernable. Ahora, con perspectiva, me lamento por mis padres, que veían cómo mis perspectivas de vida se despeñaban por el desfiladero, sin poder hacer nada efectivo al respecto.
Así, tuve que repetir C.O.U., pero sólo con dos asignaturas. Para el resto de las clases mi asistencia era optativa -puesto que ya las había aprobado el año anterior-. En este contexto, no es difícil imaginar pues, el camino por el que opté. No pisé ninguna clase durante todo el año. Iba al edificio del instituto, entraba por una puerta y salía por la otra rumbo a los futbolines o los billares. O me quedaba en la sala de ADEC todo el día vagueando. O me perdía por ahí dando una vuelta. Estaba convencido de que no me merecía la pena estudiar en la Universidad, así que iba a disfrutar todo lo que pudiese mis últimos meses de libertad antes de ponerme a buscar cualquier trabajo y cerrar mi etapa de estudiante.
Pero héte aquí que un amigo del barrio me invita a ir a su pueblo, Villanueva del Duque, a recoger aceitunas. Nos juntamos una cuadrilla de chavales y nos vamos a pasar el fin de semana, a ganarnos unas pesetillas, y a salir por el pueblo. Ah, claro, y a recoger aceitunas. Pues no me quiero ni acordar de cuando me tuve que despertar a las 04:30 h. de la mañana, aterido de frío, ponerme un chándal y tomar un café bebido, salir con el coche hacia el campo, y a las 06:00 h. de la mañana, con la clara, ya estábamos ahí faenando. Para cuando llegó la noche, ni Disco-Clips ni nada de nada. Yo no estaba para nadie. Estaba deslomado. Y todavía quedaba el domingo. Una revelación, un momento de clarividencia, una iluminación intelectual… llámalo como quieras, yo no estaba hecho para trabajos manuales. Y menos, pasando frío. Así que cogí mis apuntes, me los llevé al bar donde trabajaba, y los leía debajo de la barra entre que servía y servía. No era mucho, pero menos es nada. Empecé a acudir a las clases, y más o menos a pillar cosas que recordaba del año anterior. Fotocopié apuntes como un poseso, y me dí una oportunidad. Y aprobé las dos asignaturas pendientes en Mayo.
Entre los exámenes finales del instituto y la convocatoria de los exámenes de Selectividad transcurrían escasas tres semanas, si no recuerdo mal. Y yo me encontraba sin base ninguna en asignaturas como Química o Biología, y de las asignaturas de letras, no te quiero ni contar. Así que tenía un problema urgente que resolver. Afortunadamente, yo no era el único que se encontraba en una situación similar. En mi clase y el otro COU de ciencias puras había otros repetidores con dos asignaturas, que tenían que apretar también en esos pocos días. Así que cuatro de nosotros (A.B.B., F.S.C., F.J.G.L. y yo) hicimos frente común y trazamos un plan muy loco, una síntesis majestuosa de todos los malos hábitos que los cuatro habíamos ido atesorando durante esos pérfidos años de malos estudiantes. Uno de ellos tenía un piso vacío, al que nos iríamos a estudiar todas las noches, comenzando a las 10 u 11 de la noche, para acostumbrar el cuerpo. Estaríamos estudiando toda la noche, intercambiando apuntes, resolviendo problemas, aclarando dudas, etc. Y por la mañana nos iríamos a nuestra casa, a seguir cada uno individualmente, hasta que llegase la hora de la siesta, que es cuando nos echaríamos a dormir. Básicamente cambiamos la hora porque los exámenes de Selectividad se celebraban por la mañana, y necesitábamos la noche para «refrescar» la memoria (¿te suena de algo?). Así que nos pusimos manos a la obra, y sorprendentemente fuimos muy estrictos y productivos con nuestra metodología de trabajo. No teníamos alcohol, nos tomábamos un café antes de empezar, y tirábamos toda la noche estudiando en una sala con unas patatas fritas y unos snacks. Así, hora tras hora, en el silencio de la noche. Al principio nos costó un poco más cambiar la hora, así que nos servimos -bueno, al menos yo, no recuerdo los demás- de un estimulante farmacéutico que estaba muy en boga entre los estudiantes de la época, el Katovit. (Me parto de risa, justo ahora leo que el Katovit era un derivado de anfetamina jjajj ¡así rendimos aquellos días! ¡pero no puede ser! ¡si se pillaba en la farmacia sin receta! no puedo con mi vida jjaj).
Así que mientras la gente normal y buenos estudiantes repasaban tranquilamente sus asignaturas por el día y se preocupaban de llegar relajados y descansados a los exámenes más importantes, nosotros cuatro industrializamos el proceso de estudio maximizando nuestra eficiencia. Al principio de cada noche, dividíamos el temario de la asignatura que fuesse en cuatro partes y cada uno de nosotros nos hacíamos responsables de resumir su contenido en una hoja de tamaño A3. Índices, esquemas, lo que tuviese sentido. Pasado un tiempo acordado, le pasábamos nuestro resumen a un compañero, y recibíamos el resumen de otro. Ahora el objetivo era volver a resumir ese resumen de tamaño A3 a un tamaño A4, y corregíamos y preguntábamos dudas. Transcurrido otro tiempo, volvíamos a intercambiar los A4 esta vez, para volverlos a resumir en un tamaño A5 (cuartilla). En este proceso, habíamos cubierto tres cuartos del temario y resuelto en común cada duda que hubiese surgido. Sólo nos quedaba coger los A3, A4 y A5 que ya estaban hechos de la cuarta parte del temario que nos faltaba, y resolver las dudas. Por la mañana, una vez abrían las tiendas, fotocopiábamos toda la colección de hojas y nos íbamos a nuestra casa a resolver problemas. Y luego a dormir a la hora de la siesta hasta la noche.
Con perspectiva, los cuatro conformamos un grupo con alta motivación y alta confianza mutua, puesto que todos nos esforzábamos en hacer el mejor trabajo de resumen del temario que nos tocaba, para poder compartirlo con los compañeros y que les sirviera a todos. La verdad es que improvisamos, durante esos días locos, un equipo de alto rendimiento. Los repetidores desahuciados no nos dimos por vencidos.
Por supuesto, tenemos múltiples anécdotas, en ese cocktail de café, Katovit y esquemas con letra minúscula -para que cupiese todo lo estrictamente necesario- como ataques de risa nerviosa o momentos de desesperación. Pero perseveramos y seguimos.
Nuestro plan era muy bueno, pero no era perfecto. Los exámenes de selectividad duraban 4 días, y el primero era el día de Lengua, Literatura, Comentario de Texto e Inglés. Así que era el único día que era doble sesión mañana y tarde. Lo cual, para los alumnos normales, no era mayor problema, pero para nosotros cuatro, era un auténtico reto intelectual -y físico. Cada día de examen a primera hora de la mañana nos iríamos directamente andando desde el piso vacío (en el Figueroa) hasta la Escuela Superior de Ingenieros Agrónomos (donde nos tocaban los exámenes) para no perder tiempo, y también relajarnos un poco antes del examen. Con lo que el primer día, pasaríamos nuestra hora habitual de ir a dormir (siesta) por varias horas. Solución: cafelazo negro después de comer y luego, puerta grande o enfermería.
Pues por poco no fue enfermería. Por la tarde, en el examen de inglés, me pasó algo inaudito. Perdí, literalmente, el control de mi mano. Viajaba sola sobre el folio. Y tiene su explicación.
Para preservar el anonimato del examinado frente al que corrije, los libritos de hojas del examen de Selectividad estaban troquelados, dejando la parte superior (un 15% más o menos del total de superficie) reservados para la identificación del alumno, y el resto del papel, libre, destinado a la respuesta al examen. En ambas partes, la superior y la inferior, había impreso un mismo código único, de forma que cuando se arrancaba la parte superior, el profesor que corregía no veía la identidad de a quien corregían. Teóricamente, es una idea muy apropiada. La ejecución de la idea, en si misma, definitivamente podría haberse hecho mejor. Resulta que sólo en la primera hoja y primera carilla del librito estaban los campos de identificación que cada alumno tenía que rellenar con su nombre y DNI. Cuando le dabas la vuelta a la primera página, para seguir escribiendo por la segunda carilla, esa parte de arriba no tenía ningún tipo de marca de que era un espacio reservado y que no se podía escribir ahí. Era evidente que iba a ser arrancada previamente a que fuese corregido el examen, así que todo lo escrito en esa parte se perdería. Y sólo había que fijarse en la línea de troquelado y continuar escribiendo por debajo. Pero claro, eso aplica a la gente normal, no a los descabezados que van volando altos como una cometa con un bolígrafo en la mano. Así que, por la tarde, terminando el examen de inglés, que me estaba saliendo bordado, me di cuenta de que había usado esa parte «prohibida» en cada una de las carillas para escribir parte de la respuesta. Como si el troquelado no hubiese existido jamás. Miré el reloj, aún quedaban más de 20 minutos, y fui relativamente tranquilo a uno de los profesores que estaban de guardia en la sala y le expliqué lo que me había pasado. Me contestó amablemente que mi única opción era coger un nuevo librillo de respuestas y pasar todo a limpio evitando la parte troquelada. «Bueno, se entiende que no hay otra solución, no hay problema, comienzo de inmediato y me da tiempo seguro».
Cuando llevaba 10 minutos pasando a limpio, y a muy buen ritmo (aunque, he de reconocer, con peor caligrafía), me doy cuenta de que he vuelto a escribir en una de las zonas troqueladas de una carilla interior. No en la primera, no en la segunda, pero para la tercera carilla (o la cuarta) ya no tenía presente en mi mente esa regla que no podía saltarme. Así que, ahora ya si mucho más nervioso, y con sólo 10 minutos antes de finalizar el examen, volví a levantarme y dirigirme al mismo profesor para explicarle lo que me había vuelto a suceder. Comprensiblemente, su respuesta fue la misma: lo único que podía hacer era volverlo a pasar a limpio en otro librillo. Así que, apurado, cogí un nuevo librillo y me puse otra vez a pasar a limpio el contenido del primer librillo, ahora ya consciente de que no me daría tiempo a terminar. Para ese momento, mi zona de la mesa ya era un maremagnum de papeles y tachones. Y los alumnos que ya iban terminando el examen se iban levantando y abandonando la sala. Supongo que observarían el espectáculo y huirían despavoridos antes del previsible estallido final.
Y ahí es cuando me dió el chispazo: tras el primer párrafo, y mientras escribía a toda máquina, mi mano derecha empezó a autogobernarse. Yo intentaba escribir un renglón mientras miraba el papel que estaba copiando, y mi mano, en lugar de moverse de izquierda a derecha, empezó a tirar una línea contínua -sin despegar la punta del bolígrafo del folio- de arriba a abajo. Es decir, escribía las cuatro o cinco primeras palabras y, a mitad del renglón y mientras mi mente quería seguir escribiendo lo que estaba leyendo, mi mano hacía un rayajo bajando por la parte limpia del papel. Un ataque de pánico, un infarto, qué se yo. En ese momento me volví a levantar y fui al profesor a explicarle lo que me estaba pasando y que, evidentemente, necesitaba más tiempo para completar la copia y un nuevo librillo. Muy razonablemente me indicó que eso no era posible, que las reglas eran las mismas para todos y no había excepciones. Y que, cuando fuese la hora, se iba. Así que, con tres librillos a medio escribir, y con partes válidas escritas que inexorablemente iban a ser eliminadas de la respuesta, me quedaban 3 minutos para hacer algo. Para más INRI, al copiar del primer librillo al segundo, y del segundo al tercer librillo, evidentemente no había una correspondencia 1 a 1 en los espacios usados; los párrafos no estaban en el mismo sitio, así que no podía simplemente recortar y sustituir una hoja por otra.
La solución: le pedí al profesor una grapadora y un rollo de fixo, y me puse a hacer un collage grapando trozos mezclados de cada uno de los librillos, y marqué con flechas gruesas en bolígrafo el ITINERARIO que el profesor que corrigiese debería seguir para entender la maraña de flechas, borrones y números de correspondencia entre ese sindiós de hojas grapadas entre sí con, lilteralmente, párrafos pegados con fixo unos encima de otros.
Toda una oda al caos de la que me siento profundamente avergonzado, y de la que estoy seguro que, sea quien fuese que tuvo la desgracia de corregir ese examen, todavía se acuerda. Sospecho que, indirectamente y de forma anónima, he sido objeto anónimo de descojone en sus cañas y tardeo -por años.
Total, que una vez que llega la hora de entregar el engendro -por supuesto el último que quedaba todavía en la clase- y teniendo en mis manos ese origami anfetamínico, no se me ocurre otra cosa en ese momento de alucinación que sacar mi malentendida vena reivindicativa/sindicato de estudiantes y le digo al profesor que el deber de quien corrija el examen es evaluar mi conocimiento, no tanto la presentación. Que si me da la oportunidad, yo con gusto en 15 minutos paso a limpio en un nuevo librillo todo lo que he escrito, palabra por palabra, y que él podría verificar que no estaba haciendo trampa y añadiendo nuevo contenido. Pero que si se negaba, pues quien quiera que sea que corrija mi examen, que siga las flechas y las indicaciones. Que el examen me había salido bien y tal.
No me quiero imaginar lo que se le pasó a ese hombre por la cabeza cuando me tenía enfrente con los ojos fuera de las órbitas. Tengo un recuerdo tan nítido pues yo, todo chulo -que levantar, no levantaba dos palmos del suelo, pero chulo era un rato-, acudo al punto de reunión con mis compañeros que, por supuesto, ya estaban comentando mi performance alucinados. Cuando les cuento lo que le había dicho al profesor de guardia, me aconsejaron buscarlo y pedirle disculpas. Que él no tenía culpa de que yo estuviese ciego y atacado, y que seguro iba a tirar mi examen a la basura directamente. Así que, en otro momento memorable, me fui a recorrer la Escuela de Agrónomos hasta que me lo encontré en una escalera lateral y le pedí disculpas por mi comportamiento. Seguro que me tranquilizó diciendo que no pasaba nada, y que es normal que estuviésemos nerviosos en esos días. Que mi examen iba a ser corregido atendiendo al contenido y no a la presentación. Me fui conforme, no me quedaba otra.
Estimad@s, saqué un notable en inglés en Selectividad. ¡Anda que si llego a a entregarlo en un sólo librillo igual hasta saco un sobresaliente! xD . Por otro lado, estar en tal estado de nerviosismo que veas tu mano moverse sin que la puedas controlar fue una sensación demasiado impactante y traumatizante. No he vuelto en mi vida a tomar estimulantes artificiales para estudiar o trabajar –más allá de café o té-. No merece la pena jugársela a que te dé algo serio. Nunca mais.
El resto de exámenes ya fueron más normales, pudimos dormir y seguimos el método de estudio de última hora que habíamos implementado en los días siguientes. Nos fue bien, creo que los cuatro jinetes del apocalipsis aprobamos la selectividad -de eso no estoy seguro al 100%- y yo, en particular, saqué nota para poder elegir entre las carreras que podían interesarme. Incluso tuve una matrícula de honor en Comentario de Texto, porque claro, pidieron un análisis de un texto que describía la caída del dictador comunista rumano Ceaucescu; yo no me acuerdo qué fue lo que contesté, pero por mis ideas políticas en esa época seguro que hice un análisis ideológicamente sesgado y, probablemente, me tocó Trostky reencarnado para corregir mi examen. Todo lo que tu quieras, pero una matrícula a la saca.
Una vez aprobada la selectividad, y sin números clausus para elegir carrera, mi primera elección es, que nadie se sorprenda, Ciencias Políticas en Granada. Por supuesto, itinerario de Bachillerato y COU de Ciencias Puras, Selectividad de Ciencias Puras, pero a Granada a estudiar y aprender cómo hacer huelgas y manifestarme mejor. Pura lógica. Mis padres, clarividentes ellos, me dijero algo así como que si me iba a Granada, me iba a tirar todo el año de fiesta, volver en junio sin haber aprobado ni una asignatura, y luego tendría que ir a buscar trabajo de lo que fuere en Córdoba -o donde fuese. Que, para eso, me ahorrase un año y me pusiera ya a buscar trabajo. Si quería irme a Granada me podía ir, pero no me lo iban a financiar. Que me buscase la vida. Qué sabios, qué grandes. Gracias.
Así que mis opciones se redujeron a aquellas carreras universitarias que se ofertasen en Córdoba. Por supuesto, tenía todavía el gusanillo de la Informática, pero en Córdoba en aquel entonces sólo se hacía la Ingeniería Técnica de 3 años en Informática de Gestión. Lo de «gestión» me daba repelús por traerme recuerdos dolorosos de ese año perdido en Administrativo. La otra opción era una carrera, que era de nueva implantación en la provincia, en la que formaría parte de la primera promoción -si la terminaba a tiempo, claro-. La Licenciatura en Física.
La estaban promocionando mucho porque quizá no andaban muy convencidos de cómo iba a ser su acogida. Ya había Física en Sevilla y en Granada, y Córdoba no tenía un polo industrial o una demanda potencialmente fuerte de Físicos -el acelerador de partículas más cercano queda a unos miles de kilómetros al norte-.
Os podréis imaginar qué sentido tendría para alguien que había repetido el año anterior el Curso de Orientación Universitaria (C.O.U.) sólo con Matemáticas y Física (la carrera de Física es un 20-30% de Matemáticas). Ningún sentido, ¿verdad?. ¿A quién se le podría ocurrir semejante chaladura? Cualquiera que simplemente entendiese el significado de la palabra Orientación la hubiese descartado ipso-facto, a la vista de los resultados que obtuve.
Pero.. ¿qué hubiese sido de mi vida si me hubiese quedado con la duda? ¿era yo incapaz de entender aquellas ecuaciones, aquellos problemas? ¿o sólamente había sido un pasota en un momento puntual de mi vida? Pues tenía que averiguarlo. Y pertenecer a la primera promoción era también un incentivo muy grande, la verdad. Sonaba como a pionero. Y no había mucho trabajo en Córdoba en aquel entonces.
El Catedrático -y antiguo Rector- que esponsorizó la carrera, un S.E.Ñ.O.R. privilegiado intelectualmente, era una figura en el campo del electromagnetismo a nivel europeo. Y su nivel de exigencia era tan grande, que al hacer el plan de estudios, en lugar de definirlo para cuatro años -como empezaba a ser la norma en aquel entonces- lo alargó hasta cinco años, con 300 créditos, una barbaridad. Es más, en lugar de diseñarla en dos partes (grado medio y grado superior), los 5 años eran del tirón, sin título intermedio. Una vez que empezabas, era todo o nada.
Mis padres me consiguieron una beca de estudios, que cubría mis gastos de matrícula año a año, pero que sería automáticamente revocada en caso de repetir un 20% de los 60 créditos que cursaría cada año. Sin beca no podría seguir estudiando, así que el cálculo indica que sólo podría suspender cada año un máximo de 12 créditos. Nada más el primer año hay dos asignaturas de 12 créditos y una, monstruosa, de 15 créditos, que la impartía el mismísimo catedrático. Así que, cuando al cabo de las dos primeras semanas ví que no tenía el nivel ni de matemáticas ni de física de mis compañeros -pero alma de cántaro, ¿qué esperabas?- volví a trazar un plan loco de los míos: puesto que la beca es por año, y eso incluye la convocatoria de septiembre, entonces la manera óptima de afrontar el curso es elegir una o dos asignaturas al principo de año y dejarlas directamente para septiembre, y expandir el tiempo disponible para el resto, que tendría que aprobar directamente en febrero/julio sí o sí. Es una estrategia muy atrevida, Cotton, ¡veamos si le resulta!. Por otra parte, me entero de que por cada crédito en el que se obtenga la calificación de Matricula de Honor elimina el pago de un crédito en la matrícula del año siguiente. Así que, puestos a pedir, sería bueno si pudiese optimizar los esfuerzos para hacer picos en alguna asignaturas y asegurarme que, en caso de que perdiese la beca, pudiese costearme el gravoso costo de la matrícula del año siguiente compensando algunos créditos de Matrícula de honor. Aquí, el que venía de repetir con Matemáticas y Física. Si, ése. Ajá.
Al principio este ejercicio era mayormente teórico, puesto que, después de asignar una o dos asignaturas a Septiembre, mi esfuerzo era más o menos homogéneo en todas las materias, por supuesto con mis filias y mis fobias. Y simplemente unas se me daban mejor y otras peor.
Como es fácil imaginar, durante el primer año también me involucré en diversos aspectos de la dinámica estudiantil en la universidad, co-fundando la Asociación de Estudiantes de Física «Cosmos» (que no tuvo mucho vuelo más allá de un par de excursiones), y participando en la revolución de los novatos para las elecciones a la Junta de Gobierno de la Facultad de Ciencias, donde los alumnos recién llegados acordamos votar en bloque y salí elegido como representante del alumnado.
El primer año lo saqué entero, y para mediados del segundo año, mis antiguos compañeros de ADEC en el IES López Neyra nos pidieron, a algunos antiguos miembros de la asociación que estábamos en diferentes facultades, que volviésemos un día al instituto a dar una charla motivacional para explicarles a los alumnos cómo era la Universidad y que, realmente, merecía la pena seguir estudiando. Junto con otros, acepté, y estuvimos una mañana yendo de clase en clase haciendo una breve exposición y respondiendo a las preguntas que nos hacían. No sabíamos qué clase nos tocaba a cada uno, simplemente llamábamos a la puerta y los profesores ya estaban sobre aviso de que alguien iría a dar una charla de 10 minutos. Y, casualidades de la vida, el azar me llevó a la clase de Física en C.O.U. en la que mi antigua profesora, M.A.M., estaba dando clase en ese momento. Al entrar me miró y me preguntó que qué estaba haciendo allí. Cuando le expliqué que era parte del grupo de universitarios que venía a dar una charla, me preguntó con media sonrisa ladeada qué carrera universitaria estaba cursando. Le respondí que Física, primera promoción en Córdoba. Sin creérselo mucho, me preguntó que cómo me estaba yendo. Y le contesté que había salido limpio del primer año, e incluso con muy buenas calificaciones en algunas asignaturas. No sé si se lo creyó, pero seguro que pudo ver en mis ojos la mezcla de orgullo -y también, por qué no, rencor- mientras le contestaba. Se escabulló del aula para dejarme dar la charla. Chau.
A lo largo de los siguientes cursos, una sensación de desazón me invadía. Tenía mejores expectativas de lo que sería estudiar Física, en particular asignaturas que, por su nombre, me atraían mucho; pero la realidad es que no me sentí apegado a lo que estaba estudiando, definitivamente no era vocacional. Exploré la posibilidad de abandonar y transferir mi expediente a Informática, que terminaría antes, y se ajustaba más a mis intereses reales. Pero, por la estructura del plan de estudios, no había una equivalencia unívoca entre las materias de Física y las de Ingeniería, con lo que sería volver a empezar –otra vez-. Así que me rearmé y decidí seguir hacia adelante, a terminar la carrera como fuese y después ya vería.
Como no podía ser de otra forma, a lo largo del tiempo me fui involucrando en otras actividades en paralelo a los estudios -o como complemento a los mismos-. Una lista no exahustiva incluye:
Alumno colaborador en el Departamento de Física
Alumno colaborador en el Departamento de Informática y Análisis Numérico
Representante del alumnado en el Consejo de Departamento de Física
Representante del alumnado en la Junta de Gobierno de la Facultad de Ciencias
Responsable del Aula de Cinematografía y Artes Escénicas de la Universidad de Córdoba
También hice la Objeción de Conciencia -Prestación Social Sustitutoria- en el Departamento de Informática y Análisis Numérico. Y, además del trabajillo ocasional de clases particulares a alumnos de secundaria, también encontré trabajo como redactor/reportero de la Sección de Tecnología en el Semanario La Calle de Córdoba. Mi agenda estaba bastante petada, considerando que, a parte de todas las movidas en las que estaba involucrado, aún me quedaba estudiar -y aprobar, claro.
He de reconocer que no he vuelto a estar jamás inmerso en tanta concentración neta de materia gris de grado élite como en mis años en la carrera. Cierto es que posteriormente he tenido la fortuna de trabajar con personas profesionalmente brillantes, supernovas de los negocios, pero el ver y participar de la evolución del grupo de chavales que empezamos el primer año y culminamos juntos en el quinto fue una experiencia extraordinaria. Es el golden standard para mi. Me siento muy afortunado por la ayuda y el cariño que recibí durante toda la carrera, que me ayudó a no desmotivarme y seguir apretando cuando no entendía un pomo de las hojas y hojas repletas de ecuaciones y teoremas que tenía delante de mi. Nunca hubiese podido terminar de no ser por ese apoyo. El impacto en el resto de mi vida es trascendental y por ello, mi agradecimiento es e.t.e.r.n.o. <3
Al final, no sin esfuerzo, logré terminar la carrera en los cinco años, con la primera promoción. En primero empezamos 76 alumnos y acabamos 23. Con esa metodología mía sui-generis fui conservando la beca de estudios y, por si las moscas, atesoré un total de 10 matrículas de honor. También hubo asignaturas que suspendí y tuve que recuperar, todo sea dicho.
Varios compañeros de carrera están hoy en día ubicados en puestos prominentes en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, en la Unión Europea, otros son Catedráticos y Profesores en Universidades e Institutos por Europa o están en Departamentos de Investigación de empresas, otros son extraordinarios ejecutivos y gestores, y absolutamente todos, son una referencia intelectual para mi. Mi reconocimiento desde aquí para ellos. Soy un tipo afortunado por haber podido compartir clase con ellos.
Al final, pude cantar el Gaudeamus Igitur y dar por bueno ese camino medio raro de formación que seguí. Y también me saqué la duda que me planteaba antes de matricularme en la carrera: pues si, en aquel C.O.U. fui un pasota y un manta de cuidado. Pero a toro pasado, que me quiten lo bailado.
La exigencia de la carrera fue tal que, años más tarde, el gobierno tuvo que homologar aquella titulación de Licenciado en Física con el Marco Europeo de Calificaciones y, para poder comparar con el nivel de estudios actual, oficialmente el BOE asignó un Nivel 3 en el Marco Español y un Nivel 7 en el Marco Europeo, que corresponde a nivel de Master. Así que mi titulación oficial a día de hoy es de Master en Física.
No está tan mal para un repetidor de Física y Matemáticas, ¿no crees?.
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