Mirando a Marcelo uno puede caer fácilmente en la osadía de jugar a ser psicólogo –o psiquiatra, dependiendo de la lucidez del momento- para intentar encontrar una explicación. Una causa. Un origen. Viéndolo ahí, con medio cuerpo apoyado sobre la barra, derramando alguna insinuación soez y ausente de gracia en el oído de esa chica -y que, sin embargo, le sonríe entre maldad y maldad que escucha- me siento tentado de suponerle una existencia anterior bien distinta a la que hoy en día le observo. Que no se llame Marcelo es una sospecha, que su apellido no sea Clismón es una certeza. ¿Qué importa? Los nombres sólo sirven para identificarnos respecto a lo que ocurrió en el pasado, bien en relación a nosotros o bien a alguien cercano –“Ah, ¿es usted de los Sánchez de Oré? Encantado de conocerle”. Y en ese momento sospechas que mi abuelo Jaime no fusiló en la guerra civil a nadie emparentado con este tipo engominado que me mira con una familiaridad extraña para ser un desconocido-. Si no te importa el pasado, acaso si de nada te vale el futuro, ¿Qué problema hay en inventar una identidad? ¿Un nombre? ¿Por qué no uno nuevo y reluciente cada día? -“Hola, me llamo Sid Vicious, y soy el tío más punk que puedas echarte a la cara; mira los tatuajes, mi ropa desaliñada, y los dos kilos de chatarra que llevo encima entre chapas, piercings, tachuelas y pulseritas. Y mañana me seguiré llamando Sid Vicious, porque ese nombre mola mogollón y, además, tengo que seguir vendiéndote discos”. Aficionadillo.
Yo, sin embargo, sigo sintiéndome como Juan María Sánchez de Oré López -aunque el López figure como mera formalidad- pero me cuido de no decírselo al primero que me encuentro por ahí, en cualquier arrabal a los que me lleva Marcelo. Ahora soy Juan, el de Marcelo y así, por adscripción, he unido mi destino al suyo, entre otras cosas porque creo que ninguno saldremos de ésta vivos si no lo hacemos juntos. Y de paso me voy acostumbrando a que el pasado debe dejar de importarme.
Aún conservo varias piezas de metal limpio, algunas correspondientes a la herencia familiar que arramblé cuando salí a toda prisa del piso de Plaza Moyúa, y otras que he ido agenciando por el camino gracias a Marcelo. Un tipo generoso, más bien desprendido, aunque es fácil serlo cuando recibes una buena cantidad de dinero día sí, día también. Ha logrado traer a varios grupos de acaudalados a este dead end de la costa gaditana, entre ellos en el que vine yo, y le pagan extraordinariamente bien por ello, siempre en limpio. ¡No quiero ni imaginar qué puede hacerle a quien le intente pagar en sucio!
Él sabe que las tengo y aún así, nunca me deja pagar nada. Tampoco las prostitutas de esta noche. Espero que triunfe con aquella camarera y, considerando la media garrafa que lleva ya encima –no encontramos JB por ningún sitio, una pena-, se le pase el arrebato de querer verme con una cualquiera. Se lo explicaría, al igual que tantas cosas, pero no creo que esté en disposición de entender ningún argumento que no sea que yo reconozca una supuesta impotencia sexual. Y, probablemente, ni por esas se daría por satisfecho. Creo que sólo hay una cosa que Marcelo odie más que a los inmigrantes y a los homosexuales: a la gente adinerada. Pero yo no tengo nada que demostrar a nadie. Ya pasé suficientes exámenes en la universidad. Así que, si la chica esa deja de reírse con sus guarrerías y le manda a tomar viento, tendré que emplear algo de pasta para que la prostituta de turno pegue un par de gemidos y grititos y salga diciéndole que se siente como si todo el batallón del General Custer se hubiese pasado a visitarla la noche antes de la batalla con Toro Sentado. Antonella no se lo merece. Ni yo tampoco.
Me equivoqué. La relación entre generosidad y dinero del que dispones no es simple directa. Yo he sido un ejemplo claro de ello toda mi vida. Maldito status quo.
– ¿Es usted el señor Juan? Perdone usted que le moleste, ¿tendría un par de minutos para dedicarme?
Un hombre de avanzada edad, con la cara curtida por el sol, surcada por innumerables arrugas, imploraba con sus ojos claros y hundidos que lo dejara sentarse en un taburete situado a mi derecha en la mesa de madera. La vie en rose no era hoy en día lo que podríamos entender por un local suntuoso, y viendo la decoración ajada de las paredes, sería razonable dudar si alguna vez alcanzó a serlo, aunque probablemente lo pretendió. El staff que lo regentaba se esforzaba inconscientemente por borrar el mínimo recuerdo de aquellos tiempos pasados.
– Por supuesto, señor, ¿cómo no? –le acerqué delicadamente el taburete con mi mano mientras le inclinaba ligeramente la cabeza. El anciano hizo un gesto entre protector y autoritario a una chica que se mantenía a un metro y medio detrás de él, indicándole que se cobijara a su espalda. Miré a la chica: qué bonita que era.
– Verá usted, he preguntado en el puerto por el señor Marcelo, y me han ido indicando hasta aquí. Cuando lo he reconocido en la barra del bar, he preferido no molestarle, pero es que tengo un asunto importante que tratar. He debido ser bastante indiscreto cuando me disponía a hablarle, porque aquel señor de ahí –señaló al Palo, un tipo alto y espigado, moreno de pelo pincho y perilla, secuaz de Marcelo en mil batallas, que me miraba y sonreía- se ha acercado a mí y me ha dicho que si quería hablar con el señor Marcelo, también lo podía hacer con usted, señor Juan.
– Ha hecho usted bien, el señor Marcelo prefiere que no lo molesten cuando está hablando de negocios. Aquel otro señor es amigo de la casa. Usted dirá, puede hablar conmigo con franqueza. Más carne.
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